Publicado en Lutas Anticapital, por Andrés Ruggeri
El “fenómeno Milei” y su inesperado resultado electoral en las PASO de agosto de 2023 implica, entre otras variables, la emergencia de un proceso estructural de cambios socioeconómicos a los que se les ha prestado poca atención, especialmente desde quienes tienen o tuvieron responsabilidades de gobierno. Estas condiciones no son inesperadas, responden a transformaciones mundiales del mundo del trabajo y de la dinámica de relaciones sociales del capitalismo contemporáneo, pero sí es sorprendente (por lo menos en relación con la historia reciente), que encuentren una expresión política en la ultraderecha y no en opciones progresistas o de izquierda que puedan canalizar la protesta y la disconformidad en proyectos transformadores y no en alternativas neofascistas y ultraliberales. La frase que circula en ámbitos políticos sobre lo acontecido en las primarias (“no lo vimos venir”) expresa en términos gráficos esa situación que nos proponemos analizar.
¿QUIÉN VOTÓ A MILEI?
Una de las cuestiones claves es diferenciar entre los votantes, la militancia de La Libertad Avanza y la propia imagen de Milei. Tanto la construcción del personaje, que permitió convertirlo en una referencia votable para millones de personas, como la del grupo de dirigentes y militantes de un espacio político bastante particular, son visibles y rastreables, tanto en su variante de neoliberales ultras, extravagantes y hasta marginales, como en su variante abiertamente fascista y prodictadura.
Las interpretaciones sobre esta conmoción del sistema político son variadas y, seguramente, reflejan distintos aspectos de una realidad aún demasiado reciente y cuya permanencia y consolidación está por verse. Dentro de la perplejidad, aparece con fuerza la idea de que un sector (“un tercio”, en término de los eleccionólogos) encontró en Milei un vehículo para su enojo por la situación económica, un voto castigo a un gobierno que defraudó –aunque tampoco para volver a un gobierno desastroso y “pro-ricos” como el de Macri–, un repudio a “la política” que no brinda esperanzas sino que trata de mostrar que los demás son peores y, por último, una ilusión estilo ruleta rusa de votar al único que todavía no los defraudó porque no gobernó y que insulta y provoca a “la casta” en la que depositan todas las culpas. En cuanto al perfil de los votantes mileístas, los resultados permiten pensar en un espectro amplio y heterogéneo que, a diferencia del voto de la derecha macrista, tuvo alta y mayoritaria penetración en sectores populares de bajos recursos, trabajadores no formales y en jóvenes varones de ingresos medios-bajos.
Nuestra hipótesis es que una gran parte de esos votantes responde a las condiciones que la reformulación del mundo del trabajo provocada por el capitalismo globalizado en las últimas décadas, a partir de la hegemonía de las políticas neoliberales, han provocado y que los gobiernos progresistas no consiguieron revertir y que, en ocasiones, han contribuido inadvertidamente a afianzar. No se trata solo de la destrucción del Estado de Bienestar y los entramados productivos industriales que llevaron a la Argentina a ser un país de casi pleno empleo entre las décadas del 50 y el 70, sino la combinación de la profundización de la precariedad y la informalidad con la construcción de un sentido común que acepta la “racionalidad económica” que propone el neoliberalismo. En esta racionalidad en que la búsqueda del mayor beneficio con el mínimo costo se entroniza como una conducta deseable y coherente, que el consumo sea el máximo valor a que aspira el individuo aparece como una lógica incontrastable. Las políticas económicas heterodoxas que buscaron el desarrollo a través de la promoción del consumo, indirectamente, reforzaron esta percepción y, al mismo tiempo, desatendieron a esta nueva clase trabajadora precaria e individualista por sus propias condiciones de trabajo, fenómeno que se exacerbó en los últimos años con la expansión irrefrenable del capitalismo de plataformas. Que la empresa más grande de la Argentina y con mayor prestigio social se llame “Mercado Libre” no es un detalle de color, y mucho menos que sea la que consiguió la digitalización financiera de los pobres.[1]
EL ELEFANTE QUE NADIE VIO
Durante el macrismo, se volvió un lugar común hablar de “los elefantes que nos pasan por detrás”, haciendo referencia a las políticas de transformaciones regresivas profundas que encaraba aquel gobierno, entre ellas el endeudamiento masivo y la fuga de capitales, que el aparato mediático trataba de disimular. Sin embargo, hay un elefante que creció a la vista de todos: la emergencia de un sector del trabajo que fue expulsado de la relación salarial formal, pero no tanto como para formar parte de las grandes organizaciones de la llamada economía popular. Se trata de un sector que, en la visión de la mayoría de los economistas y de los sectores políticos en general, brilla por su ausencia o se lo considera un fenómeno pasajero y que ninguna gran organización (sean sindicatos, cámaras empresarias o movimientos sociales) representa ni contiene.
Algunos hechos concretos y claves de los últimos años ayudan a mostrar esta situación, especialmente durante el período más duro en lo económico y social de la pandemia, que fue el cierre casi total de la economía durante el primer período del ASPO (Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio) durante 2020. El gran desafío del ASPO fue la contradicción tan largamente discutida entre “cuidar la salud o cuidar la economía”. Para ello, el gobierno de Alberto Fernández elaboró un paquete de medidas entre las que se destacaron el ATP (Asistencia para el Trabajo y la Producción), destinado a sostener los salarios del empleo formal y evitar despidos y el hundimiento de las empresas, desde las corporaciones a las pymes, y el IFE (Ingreso Familiar de Emergencia), destinado a los trabajadores más precarios y desocupados. La particularidad de esta situación fue que el gobierno no supo calcular quiénes eran los destinatarios del IFE, previstos (y por lo tanto el presupuesto acorde) entre 3 y 4 millones de personas. En la realidad, las solicitudes fueron 11 millones, y fueron otorgados casi 10 millones, un error de cálculo considerable. Ahora bien, ¿se equivocó un funcionario o fue la incapacidad del gobierno de ver hasta qué punto se había deteriorado y transformado la estructura social y laboral argentina durante el macrismo?
Algunas pistas nos indican que la respuesta está más cerca de esto último. Por ejemplo, la suposición en la extensa plataforma redactada por los equipos técnicos del FdT de que el problema de la precariedad laboral y los sectores de la “economía popular” (calculado en el 35% de la PEA, lo que se demostró una importante subestimación) se soluciona de la misma forma que lo habían encarado los gobiernos kirchneristas precedentes: políticas de fuerte apoyo estatal a la reactivación productiva para volver a hacer crecer la economía y, por lo tanto, reabsorber el empleo perdido y, complementariamente, aumentar o sostener las ayudas sociales que mejoraran la condición de los más pobres y aumentaran su capacidad de consumo.
Estas ideas se expresaron después en la pandemia con el ATP y el IFE y después con distintas políticas a lo largo de todo el gobierno, e incluso en los anuncios de Sergio Massa ya con posterioridad a las PASO. Toda la atención de la política económica y social fue y está destinada a dos grandes grupos: los trabajadores asalariados y la economía popular, sin tener en cuenta que, en la Argentina que atravesó la pandemia y sobrevivió, hay casi la misma cantidad de trabajadores con empleo formal que por fuera de la relación salarial registrada. Además del error de cálculo, lo que la composición del IFE (y de sus exclusiones) mostró fue la existencia de amplios sectores de la población trabajadora no incluidos en ninguno de los dos grupos: básicamente, los trabajadores empleados “en negro” o no registrados, y una enorme variedad de “monotributistas”, una singular categoría que puede agrupar desde empresarios mipyme que no llegan (o que ocultan) a una facturación que los suba a la categoría superior de contribuyente para la AFIP, hasta cuentapropistas varios, profesionales, estatales precarizados que facturan, empleados de las plataformas, etc. Junto con ellos, un grupo menor, el de los cooperativistas de trabajo que, como el trabajo autogestionado nunca fue reconocido como un tipo particular y distintivo de relación laboral, deben usar el monotributo, regular o “social”.
Si diseccionamos este conjunto, nos encontramos que, lejos de ser un grupo particular y minoritario, es una gran porción de la población trabajadora argentina. Trabajadoras domésticas, de pequeños comercios urbanos, de las plataformas en boga como Uber o Rappi, gente con oficios que trabaja por cuenta propia, vendedores ambulantes, jóvenes que boyan entre distintos empleos efímeros y mal pagos, etc. La mayoría de estas personas se sienten y, de hecho, son ignoradas por el grueso de las políticas públicas, lo que se hizo manifiesto en la pandemia: no recibieron el ATP, en gran parte quedaron excluidas del IFE por los “cruces” de información entre Anses y Afip, y, en general, no hubo política para ellos, salvo, lo que parecía una tomada de pelo, créditos a tasas del 24 % para monotributistas. Tampoco recibían planes sociales, lo que redundó en un resentimiento de pobres contra pobres. Recordemos un detalle no menor: durante el macrismo, el manejo de los planes se concentró, a través de la ley de “emergencia social”, en el Salario Social Complementario, cuyo manejo fue otorgado directamente a las organizaciones más importantes de lo que poco después pasó a ser la UTEP (Unión de Trabajadores de la Economía Popular). Esto no cesó con el gobierno de Alberto Fernández sino que se profundizó, con los movimientos asumiendo lugares en el gobierno para el manejo directo de estos recursos, y se convirtió en una barrera para acceder a los programas a la gente no encuadrada por las organizaciones.
A su vez, la mayor parte de los trabajadores y trabajadoras con estos perfiles, durante el ASPO, no podían hacer trabajo remoto y, al no poder salir a la calle, quedaron en la práctica abandonados por un Estado que, paradójicamente, tenía la voluntad de volver a estar “presente”. Si a eso le sumamos la juventud de muchas de estas personas, que además estaban sometidas a un bombardeo mediático contra todas las medidas sanitarias del gobierno, inhibidas de salir y divertirse por algo que, en general, pensaban que no era riesgoso para ellos, el combo de resentimiento iba en crecimiento. Para la gran mayoría de esta gente, el Estado no solo estuvo ausente, sino que se olvidó de ellos, incluso aquellos que, en medio del confinamiento, eran “esenciales” porque llevaban a las casas los alimentos y bienes que consumían los encerrados “con derechos”.
Como en prácticamente todos los aspectos de la vida social, la pandemia no nos hizo mejores ni peores, sino que exacerbó y aceleró tendencias que ya existían pero que emergían lenta y dificultosamente. Es el caso del trabajo remoto y el crecimiento exponencial de la comunicación digital, pero también el de la percepción de este sector de que no eran tenidos en cuenta por las políticas económicas y sociales, y que, por el contrario, debían su subsistencia a “su esfuerzo personal”.
Este elefante se paseó por delante de todos, oficialismo y oposición, sin que nadie lo viera o le diera importancia, hasta que el fenómeno Milei captó su atención.
PROLETARIADO ¿CONTRA SÍ?
Las transformaciones en la estructura social tardan en verse hasta que emergen explosivamente, y no es la primera vez que sucede en la historia argentina. La vitalidad de la adhesión obrera a Perón, “el subsuelo de la patria sublevada”, sorprendió a las clases dominantes, a la intelectualidad, a la izquierda del momento y, quizá, al propio Perón. El triunfo de Alfonsín en 1983 fue otro de esos momentos, analizados en términos de las transformaciones en la estructura social por Juan Villarreal en “Los hilos sociales del poder”. 2001, cuya interpretación aún está en debate, también apareció como un huracán repentino e indomable sin un destino claro. Es probable que estemos en un momento similar de descontento masivo, por un lado, y por el otro, de necesidad de tener una esperanza, la creencia en un salvador. La pregunta es, justamente, por qué puede Milei representar a ese salvador, cómo es que una utopía de ultraderecha seduce a población pobre y trabajadora. En términos de la izquierda de los sesenta, qué condiciones subjetivas se están expresando casi a contramano de las objetivas.
De alguna manera, el atractivo de Milei para estos sectores desencantados y rabiosos radica en la combinación de un discurso de soluciones mágicas, un enemigo fácil (“la casta”, “los políticos”) y un imaginario a futuro. Un imaginario desquiciado pero que promete una vida nueva sacándose de encima a ese Estado que los ignoró y los deja librados a su suerte (“su esfuerzo”) y su responsable, “la casta”. Lo disruptivo es que este discurso se basa en la ideología de los neoliberales extremos, aquellos que tienen como máximo objetivo, a decir de David Harvey, la reconstitución del poder de clase, que creyeron amenazado por el Estado Benefactor y el comunismo. Un enemigo que el macrismo tradujo como populismo y Milei, al igual que Bolsonaro, vuelve a rectificar en el socialismo y el comunismo, que va desde Larreta hasta el más radicalizado de los izquierdistas. Lo singular es que se trata de un discurso demasiado burdo para las clases acomodadas, que quieren dominio pero previsibilidad para sus negocios, y no una ruleta rusa que puede salir mal. No es un discurso para el empresariado, aunque lo parezca, y el propio Milei así lo piense, es un discurso para el nuevo proletariado “contra sí”.
A su vez, este nuevo proletariado “contra sí” representa un peligro mortal para la misma existencia del Estado argentino como entidad independiente si se termina unificando con la corriente antipopular e individualista de las clases medias acomodadas formada en los 90 y que se expresó en una parte del 2001, en los cacerolazos y en el macrismo como un fenómeno político y el sector más extranjerizado de la clase dominante.[2] Sería el plan de Macri, expresado en su coqueteo con Milei y su ofrecimiento de gobernabilidad descartando a su propia gente como opción de gobierno.
A esto debemos sumarle, lógicamente, la impotencia y la poca capacidad del gobierno de Alberto Fernández para satisfacer mínimamente las expectativas sociales depositadas en 2019. La falta de eficacia, el internismo permanente que incluso generó una oposición interna a veces más dura que la oposición de fuera, la fallida aspiración a tener un gobierno tranquilo a través del diálogo y ciertos acuerdos con la oposición y el poder económico (intención fracasada frente a la cual no hubo plan B) son parte, pero además la incapacidad teórica y política de atender los problemas estructurales de la nueva configuración social.
Está claro que esto no es un problema sólo de la Argentina, aunque aquí se da una expresión particular. Las similitudes del proyecto, los métodos y hasta las obsesiones de Milei con Donald Trump, Jair Bolsonaro, la ultraderecha europea y otros fenómenos latinoamericanos como el chileno Kast y el colombiano Rodolfo Hernández, que casi llegan al gobierno en elecciones recientes, muestra que no somos excepción sino la regla.
NO HAY FUTURO
Las virtudes de Milei para expresar la frustración de una parte de la sociedad no excluye las responsabilidades propias, tanto del gobierno y el proyecto político expresado por el peronismo/kirchnerismo, como en forma más general como campo popular. Y es que nuestro problema es que no logramos presentar un proyecto a futuro. No solo un proyecto creíble a futuro, simplemente, no ofrecemos otra cosa que volver a los buenos momentos del pasado. Que, además, para ese “núcleo duro de la pobreza”, tampoco es tan maravilloso. Desde el progresismo más tibio a la izquierda radical, tenemos una agenda de defensa de conquistas pasadas, de vuelta a un pasado insuperable (sea 2015 o 1917), o de cuestiones sectoriales y, en general, de sectores medios bienpensantes. No ofrecemos nada para el futuro diferente a lo que ya se hizo, que es identificado desde el otro lado como la causa de todos los males, ni tenemos proyecto ni mucho menos discurso para los perdedores de la economía. Incluso la “economía popular” aparece como conservadora, ya que defiende los programas sociales y su manejo por las organizaciones junto con la reivindicación de un trabajo que es, justamente, de lo que la mayoría de la gente quiere salir. Y esto, que quede claro, no es ir en contra de la economía popular y de sus organizaciones, ni decir que no son trabajadores, sino que si no logramos pensar y articular un proyecto para incrementar sus capacidades productivas, mejorar su ingresos y sus condiciones de vida, no alcanza. Si no logramos estructurar un nuevo proyecto de transformación que dé esperanzas hacia el futuro, solo nos resta esperar el fracaso de la ultraderecha en su experiencia de gobierno, lo que ciertamente va a llegar con un costo social, económico, político y cultural intolerable.
[1] Para este tema, ver el completo estudio de Julián Zícari (coord.): República Mercado Libre, Buenos Aires, Ediciones Callao, 2023.
[2] Una muestra de esta avanzada de un neoliberalismo lumpen manipulado por los poderosos la podemos ver en el financiamiento de los Caputo y las conexiones con Milman y otros exponentes del submundo de los servicios hacia los extraños personajes de pensamiento elemental de la banda de “los copitos” que intentó asesinar a Cristina. Los principales tópicos que vimos aquí ya estaban presentes en ese grupo que, por otra parte, admiraba a Milei: “Ser San Martín” eliminando a la personificación de su odio político, resentimiento contra “los planeros”, radicalismo de derecha sin ninguna formación política y, ellos mismos, trabajadores absolutamente precarios y fronterizos con el delito y la marginalidad.