Modelo educativo, estructura laboral y luchas sociales. Pequeña historia de una relación

(Artículo publicado en el nº 404, de octubre de 2013, del periódico "CNT").

                El capitalismo no es, el capitalismo sucede, es decir, ha sucedido y sigue sucediendo. ¿Qué queremos decir con eso? Que no existe un capitalismo a-histórico, esencial, desvinculado de sus manifestaciones contingentes y reales en momentos concretos, en los que se dibujan relaciones de fuerza temporales y efectivas.
 
                El capitalismo, como modo de producción, presenta elementos constantes (la explotación, la acumulación del Capital, la apropiación de la plusvalía), pero eso no elimina la importancia esencial de la contingencia histórica de su despliegue efectivo, de los golpes y contragolpes de la lucha de clases, de las  cambiantes estrategias, en situación, de actores reales y concretos, en momentos, a su vez, reales y concretos.
 
                Tomemos, por ejemplo, como elemento de estudio la cambiante, y a la vez estratégica, relación entre formación, enseñanza y estructuración del mercado laboral: algo de cuya importancia da fe, hoy mismo, el Programa Nacional de Reformas presentado por el Reino de España a la Unión Europea en mayo de 2012, donde es uno de los elementos esenciales en el que se apuntan nuevas transformaciones y ajustes para adaptarlo al presente “régimen de la deuda”.
 
                En un primer momento histórico (antes de 1945), la narrativa esencial del Capital entorno a estas cuestiones estuvo basada en las ideas centrales del liberalismo extremo: la intervención del Estado no debía de existir, ya que su función era, como afirmara Smith “laissez faire, laissez passer” (dejar hacer, dejar pasar), más allá del control del orden público constituido por el respeto coactivo del mundo de la propiedad privada.
 
                Así, la relación laboral asalariada (central en el modo de producción capitalista) era entendida, normativamente, como un contrato civil más (un arrendamiento de servicios) sustentado en la plena autonomía y libertad de las partes para acordar las  condiciones que deseasen. La acción colectiva de los asalariados, por su parte, era directamente proscrita, llegando a ser tipificada incluso, en ocasiones, como  delito de conspiración para alterar el precio de las cosas.  El Código Civil español, por ejemplo, en 1881 sólo incluía 5 artículos relativos al trabajo efectuado por cuenta ajena, que trataban temas relacionados, también, con el trabajo doméstico. De hecho, el artículo 1587, afirmaba que “el amo será creído, salvo prueba en contrario sobre el tanto del salario del sirviente doméstico y sobre el pago de los salarios devengados en el año corriente”. Una regulación, pues, que cuando existía, mostraba una evidente textura de clase, convirtiéndose en un anclaje más para el poder patronal.
 
                Otro tanto ocurría con la temática educativa. Pese al discurso iluminista sobre la extensión de la enseñanza como elemento de construcción de la democracia, lo cierto es que las clases dominantes construían su comprensión del ámbito formativo sobre la tesis de la educación como privilegio de unos pocos. Una estructura productiva edificada entorno al trabajo manual de escasa cualificación permitía mantener el subdesarrollo de las formas de instrucción pública y hacer accesible la enseñanza sólo para los propios hijos de los burgueses, mediante mecanismos privados o semi-públicos, pero con elevadas barreras de entrada para los hijos de las clases subalternas.
 
                En esa sociedad, la extensión y radicalización de la lucha de clases, que adquirió históricamente una dimensión creciente y amenazadora, llevará a la difusión de tres tipos de discursos sobre lo educativo y lo laboral que empiezan a dibujarse: el discurso conservador que pretende mantener incólume la situación, presentando la beneficencia como único elemento moderador de la plena “libertad” de pactos en el lugar de trabajo y de la desigualdad en los conocimientos, al estilo de los discursos de apertura del curso del Ateneo de Madrid que dará Antonio Cánovas en las postrimerías del siglo XIX; el discurso obrero, que pretenderá recoger el guante de la utopía ilustrada reclamando la “democracia económica” en la forma de Revolución Social y la “democracia de los conocimientos” en la forma de la promoción de  múltiples instituciones educativas públicas y/o autogestionadas accesibles a las clases subalternas; y el creciente discurso “reformista” que, sustentado en perspectivas iluministas o de nuevos desarrollos como el krausismo o las admoniciones por “Escuela y despensa” del regeneracionismo, defenderá el desarrollo de un proto-Estado del Bienestar que de salida a las tensiones sociales por la vía de la construcción de un ámbito público educativo y de la emergencia de un Derecho del Trabajo en pleno proceso de constitución.
 
                Crisis sistémica del 29, revoluciones incontroladas (como la rusa o la española), guerras mundiales que terminan con la constitución de un bloque de países europeos fuera del control de las grandes potencias capitalistas…todo ese marco de crecientes dislocaciones producto del empuje del movimiento obrero y de su proceso de radicalización y empoderamiento, invita, finalmente, a las potencias centrales del sistema capitalista a entrar en una nueva fase de desarrollo social caracterizada por la hegemonía ideológica y en la construcción de la arquitectura de las sociedades europeas de los sectores reformadores que ya hemos indicado.
 
                Es la hora del Estado del Bienestar, del “compromiso histórico entre las clases” en el Centro europeo, del “Pacto de Rentas” constituido entorno a un marco jurídico caracterizado por crecientes derechos de ciudadanía estrechamente ligados a la estructura del mundo del trabajo y a una formación más amplia y generalizada de la mano de obra.
 
                El mundo laboral se articula entorno a un Derecho del Trabajo que tiene como función esencial limitar, y al tiempo legitimar, el poder patronal en el centro de trabajo. Es la hora de la producción en masa fordista y del obrero con contrato fijo para toda la vida en una misma empresa, con un apreciable contrapoder sindical (convertido en uno de los pilares fundamentales que permiten racionalizar, limitar, y al tiempo hacer sostenible, la división de clases en el seno de la sociedad), y un salario que le permita alimentar al conjunto de su familia nuclear y edificar una sociedad de consumo apta para realizar la creciente plusvalía.         
 
                El mundo educativo, por su parte, se expande, y la instrucción pública se vuelve universal y, casi en toda Europa, gratuita. La necesidad de una mano de obra más especializada impone el acceso a la Formación Profesional o a la Universidad para grandes capas de la población obrera. La ideología asociada a este proceso, fundamentada en el supuesto cumplimiento de la utopía iluminista y en la narrativa entorno a los derechos ciudadanos y el Estado Social, convierte la educación pública en uno de los pilares fundamentales del nuevo status quo.
 
                La imagen de este nuevo equilibrio de clases, sin embargo, muestra una enorme potencia de atracción sobre el resto de las poblaciones del Globo, que reclaman, cada vez más acusadamente, derechos sociales y libertades democráticas. Junto a la crisis de sobreproducción asociada a las contradicciones internas del sistema y al primer alcance los límites ecológicos del crecimiento sin fin del capitalismo, se desata, en el entorno de los años 60, un gigantesco proceso de luchas globales, explicitado fundamentalmente en la forma de descolonización de los espacios periféricos e irrupción de nuevas alternativas ideológicas con voluntad de poner en cuestión el statu quo imperialista (como el maoísmo). La llegada de dicha oleada a las mismas sociedades de los espacios centrales (el famoso 68) marca el inicio del fin del equilibrio keynesiano y el tránsito a un nuevo período de crisis sistémica.
 
                Un nuevo período caracterizado por la globalización de los intercambios comerciales y de capitales, y por el intento de conjurar las crisis por la vía de las privatizaciones, la transformación del mundo del trabajo y la financiarización de la economía.
 
                Es la era neoliberal, en la que el mercado de trabajo es desestructurado y flexibilizado, de nuevo, hasta el extremo, por vías variadas como el outsourcing (subcontración), el trabajo falsamente autónomo, temporal y a tiempo parcial o el prestamismo laboral (ETTs). La fuerza de trabajo es segmentada en colectivos distintos con distintas (aunque siempre en disminución) condiciones de trabajo. Junto a los islotes de operarios clásicos con condiciones “clásicas” (asediados y en constante retirada), aparecen un magma heterogéneo de trabajadores en variadas condiciones de precariedad laboral y vital.
 
                El ámbito educativo, por supuesto, también se ve fuertemente dislocado: lejos de necesitar técnicos u operarios centrados en un único oficio, el nuevo modelo productivo requiere de una fuerza de trabajo flexible, adaptable, con más aptitudes relacionales y motivacionales y menos conocimiento humanístico. Privatización  y mercantilización del ámbito educativo, huida de sus aspectos más humanísticos e iluministas, generación de una burbuja especulativa entorno al precio de las matrículas, van de la mano con la apertura de una novedosa “zona gris” entre trabajo asalariado y formación, constituida por la Formación Profesional dual, los contratos para la Formación y Aprendizaje, las becas no laborales y otras formas de trabajo “formativo” ajenas al Derecho Laboral, que pueden convertirse en una apuesta fundamental para solventar la actual crisis por la vía de un abaratamiento y flexibilización de la actividad obrera, apto para edificar una “Europa de maquilas”.
 
                Ahora, ante la crisis creciente de este último modelo, que alcanza a ser una esencial sacudida civilizatoria en la que no termina de estabilizarse el penúltimo intento de supervivencia de la sociedad de clases, es la hora de que las poblaciones, por fin, tomen la palabra.

José Luis Carretero Miramar