El libro de reciente publicación ‘Chavs. La demonización de la clase obrera’, del periodista británico Owen Jones y publicado en el Estado español por Capitán Swing, ha tenido la virtud de devolver al debate público la cuestión central de la clase en nuestras sociedades capitalistas, que desde el ICEA también hemos intentado abordar en algún aspecto recientemente, como en este trabajo del compañero Gaspar Fuster (1). Por nuestras latitudes, el libro ha generado un interesante debate. Pablo Iglesias lo abría hace unas semanas con un artículo (2), al que contestaba Nega posteriormente (3). Hay que agradecer a ambos abrir un debate que algunos consideramos crucial para las posibilidades de la transformación social, e intentaré a continuación aportar algunos elementos que veo necesarios.
El mítico “fordismo”
Comparto con Nega que Iglesias se deja llevar por un cierto lugar común (que Nega identifica con la “izquierda postmoderna” o “negrista”) que viene a decir en resumidas cuentas que ya no sirve la identificación de la clase obrera con los trabajadores fabriles del sistema fordista, y que por lo tanto el concepto de clase obrera pierde sentido para muchas y diferentes realidades de trabajadores caracterizadas por la “precariedad”. A esto responde Nega, correctamente, que “la precariedad —aunque según algunos autores pudiera parecerlo— no es ninguna novedad ni el último grito en las relaciones laborales”, y que es un error pensar “que la clase obrera es únicamente un tipo con mono azul que fuma ducados”.
Puedo añadir que, mientras que es cierto que la extensión de la clase obrera es restringida asiduamente por casi todo el mundo por los más variados motivos, no conozco absolutamente a nadie que la restrinja exclusivamente a unos obreros fabriles mitificados, excepto precisamente quienes mantienen una línea similar a la de Iglesias. De hecho, aquellos que “llegan al orgasmo cuando trabajadores sindicados de los astilleros o de la minería defienden con sus familias los puestos de trabajo y a sus comunidades frente a los antidisturbios”, en palabras de Iglesias, alcanzan su clímax con un oficio como el de minero que, si nos ponemos estrictos, no es “fordista”.
Quizá el equívoco se puede deber a seguir la teoría de unos intelectuales que suelen proceder precisamente de lugares donde el capitalismo industrial alcanzó unos niveles muy superiores a los del Estado español, como norte de Italia, Francia, Inglaterra o Alemania. Quizá allí el peso político del proletariado fabril fue mayor que aquí, y la adjudicación de su papel de vanguardia resultó más extendido, a lo que le podemos añadir un mayor peso de interpretaciones restrictivas de los escritos de Karl Marx.
Pero desde luego en el Estado español esto es más dudoso. No se puede negar que el proletariado de las fábricas tuviera su peso como uno de los sectores más organizados, pero como sugiere Nega, no fue el único. Por no hablar de que aquí la época dorada de la organización proletaria no fue ninguna época “keynesiana” (concepto que se suele confundir con el “fordismo”, que comienza anteriormente) sino el primer tercio del siglo XX.
Un repaso de cualquier documento histórico muestra la variedad de la “vanguardia obrera”. Por ejemplo, el registro de sindicatos asistentes al Congreso de la CNT de 1936 muestra la presencia de una pléyade de sindicatos no precisamente fordistas ni industriales, como un sindicato de obreras del hogar de Cádiz (775 cotizantes), sindicato de vendedores ambulantes de Granada (156), sindicato de espectáculos públicos de Sevilla (507), sindicato de albañiles de León (440), sindicato de barberos de Barcelona (838), sindicato de construcción de Barcelona (15.000), sindicato de camareros de Sant Feliu de Guixols (60), sindicato de gastronomía de Madrid (1.600), sindicato de porteros y porteras de A Coruña (205), y otros muchos ejemplos similares (4). De hecho, la lucha proletaria no sólo se daba en la producción sino, como señala por ejemplo Chris Ealham en su fantástico ‘La lucha por Barcelona’, en lo que Marx denominaba “formas secundarias de explotación”, con acciones generalizadas de huelga de alquileres, obstaculización de desahucios o expropiación de comercios, que cuando se practican ahora nos parecen “novedosas” cuando no lo son en absoluto. En este sentido, merece la pena echar un vistazo al nuevo libro de David Harvey, ‘Rebel cities’, que pone como ejemplo la Comuna de París, de hace casi siglo y medio, como insurrección de un proletariado urbano muy variado.
Por otro lado, tanto Iglesias como Nega patinan al sugerir, el primero, que el sindicalismo hoy en día tiene que ver con el fordismo, y, el segundo, que quien tiene estudios universitarios no se sindica porque es (o se cree que es) clase media. Precisamente uno de los sectores más sindicalizados, dentro de la ridícula tasa de afiliación sindical en este país, es el sector público, donde el nivel de estudios es bastante alto comparativamente.
¿Clase media?
Al mismo tiempo que Nega acierta en algunas cosas, falla en otras. Si lo que él denomina “postmodernos” hacen uso de un lenguaje restrictivo al hablar de clase obrera, él comete el mismo error al meter en el saco de la “clase media” nada menos que a todos los estudiantes universitarios.
No negaré que el perfil del universitario español no se suele adaptar al de las capas más desfavorecidas de la sociedad (aunque también pueden provenir de ellas), pero identificar al 20%, 30% o porcentaje similar de trabajadores muy pobres con la clase obrera en su totalidad carece de rigor y también beneficia a la clase dominante.
Desde luego, una de las tareas pendientes de economistas y sociólogos es intentar definir qué es esa “clase media” en la que, según se desprende de la absurda versión oficial, estamos todos a no ser que estemos pidiendo limosna en la puerta de la iglesia o, en la otra punta de la pirámide, navegando en el yate de Botín. No hace falta ser un lince para darse cuenta del uso propagandístico del concepto de clase media, pero a falta de definiciones útiles por parte de quienes se supone que se dedican a estudiar estas cosas, intentaré aventurar una que se pueda adecuar a la realidad.
En primer lugar, creo que es correcto señalar que el concepto obrero tradicional de lo que es la clase media, que la identificaba con la burguesía cuando ésta no se había impuesto todavía a la aristocracia, ya no tiene sentido. En segundo lugar, podemos afirmar que sí es necesario identificar con el término a quienes se mueven entre la mayoría social, conformada por la clase trabajadora, y la clase capitalista, dueña de la mayor parte del capital productivo, comercial y financiero. Así pues, se podría decir que la clase media está formada por tres grupos: 1) Pequeña burguesía o propietarios de medios de producción con asalariados, con importancia marginal en el sistema económico; 2) Personas que obtienen altas rentas de su fuerza de trabajo y a la vez desempeñan roles intermedios directivos, de mando o de responsabilidad en las actividades políticas o económicas y 3) Personas que, asalariadas o no, obtienen una importante proporción de sus rentas en base a actividades especulativas o rentistas (alquiler de viviendas o locales, acciones en Bolsa...), siendo éstas marginales en el sistema económico.
Por lo tanto, la mayoría de estudiantes universitarios ni son hijos de la clase media ni pertenecerán a ella cuando accedan a un trabajo acorde a su formación (como los arquitectos que menciona Nega y que en su gran mayoría son proletarios y bastante mal remunerados). Menos todavía podemos decir que el grueso de participantes en el 15-M o en las Mareas forman parte de ninguna clase media.
El proletariado en sentido amplio
Para concluir, mi opinión es que lo importante no es cómo se llama a sí mismo el sujeto revolucionario. Si preferimos llamarnos “los de abajo”, “clase obrera” o “proletariado” es irrelevante. Como dice un compañero, el sujeto revolucionario “somos los que estamos jodidos y queremos cambiar las cosas”. Pero para saber dónde estamos y cómo podemos incidir para transformar la realidad, también es imprescindible darnos cuenta de que estamos jodidos, en gran parte, por nuestra relación con los medios de producción y reproducción de la sociedad. No los poseemos y nos vemos obligados a vender nuestra fuerza de trabajo en forma de mercancía, o los poseemos sin explotar a nadie, como los trabajadores autónomos o cooperativistas, pero el resultado es similar al no poder competir con el poder oligopólico de la clase capitalista. Es esta situación la que nos hace sufrir de forma brutal las “formas secundarias de explotación” de las que hablaba Marx.
En este sentido merece la pena explorar la idea lanzada por Harvey en el libro antes mencionado:
“Las distinciones entre las luchas basadas en el trabajo y las basadas en la comunidad empiezan a desvanecerse, como también lo hace la idea de que clase y trabajo se definen en un lugar de producción aislado del lugar de reproducción social en el hogar. Aquellos que traen agua corriente a nuestras casas son tan importantes en la lucha por una mejor calidad de vida como aquellos que hacen las tuberías y los grifos en la fábrica. Aquellos que llevan la comida a la ciudad (incluidos los vendedores callejeros) son tan importantes como los que la cultivan. Aquellos que cocinan la comida antes de que se coma (los vendedores de maíz tostado o perritos calientes en las calles, o aquellos que trabajan como bestias en las cocinas de los hogares o en parrillas) añaden también valor a esa comida antes de ser digerida. El trabajo colectivo involucrado en la producción y la reproducción de la vida urbana debe por lo tanto ser fuertemente incorporado en el pensamiento y la organización de la izquierda. Distinciones anteriores que tenían sentido –entre lo urbano y lo rural, la ciudad y el campo- se han vuelto irrelevantes en los tiempos recientes. La cadena de suministro tanto hacia como desde las ciudades conlleva un movimiento continuo, y no tolera ninguna ruptura. (…)
Para terminar, mientras que la explotación del trabajo vivo en la producción (en el sentido amplio ya definido) debe seguir siendo central para la concepción de cualquier movimiento anticapitalista, las luchas contra la recuperación y realización de la plusvalía de los trabajadores en sus espacios de vida tienen que recibir el mismo estatus que las luchas en los diferentes puntos de la producción de la ciudad. Como en el caso de los trabajadores temporales e inseguros, la extensión de la acción de clase en esta dirección plantea problemas organizativos. Pero también ofrece innumerables posibilidades”.
Urge, en definitiva, reconstituir el proletariado en sentido amplio, que como hemos visto no es nada nuevo sino una idea “tradicional”. No tiene sentido negar las múltiples diferencias culturales, étnicas o de nivel de vida que existen dentro de nuestra clase, que siempre han existido, sino de examinar cómo se pueden acoplar esas diferencias en base a todo lo que nos une, para desde ahí poder plantear nuestra táctica y estrategia, como clase, para avanzar hacia la democracia política y la democracia económica, imposibles la una sin la otra.
Eduardo Pérez
Miembro del Instituto de las Ciencias Económicas y de la Autogestión (ICEA)
1. http://iceautogestion.org/attachments/article/541/metrica-gaspar.pdf
2. http://blogs.publico.es/pablo-iglesias/291/quienes-son-los-de-abajo/
4. http://www.acracia.org/G797a132Calero.pdf