La emergencia del Estado Islámico

2014 podría ser el año en que todo cambió. En un tiempo récord, un nuevo actor, el Estado Islámico (EI), se impuso en el centro del escenario político iraquí y sirio y creó una configuración inédita de las relaciones de fuerzas en Oriente Medio. Los medios de comunicación occidentales, asombrados, descubrieron una especie de «ovni político», un ejército yihadista surgido de la nada y que nadie parece poder detener. Sin embargo, había muchos signos precursores de este acontecimiento geopolítico de mayor importancia. Entre 2003 y 2008, durante la ocupación estadounidense, una guerra confesional entre sunnitas y chiitas ensangrentó Iraq. Fue un conflicto sin precedentes en la larga historia de las relaciones entre las dos principales comunidades musulmanas de este país; se tradujo en cientos de miles de muertos, en su gran mayoría chiitas, y en un proceso de fragmentación y «comunitarización» territorial del país. El caso de Bagdad es emblemático: esta metrópolis mul- tiétnica y multiconfesional de siete millones de habitantes se convirtió en una ciudad herida y arruinada con una población 80% chiita.

El poder y la visibilidad del EI aumentaron brutalmente con la extensión de sus ambiciones político-militares a la vecina Siria, también involucrada en una sangrienta guerra civil, consecuencia de la «primavera árabe» de 2011. La proclamación del Califato por el líder de la organización Abu Bakr al Baghdadi el 29 de junio de 2014, en un territorio que cabalga la frontera entre ambos países, ilustra la ambición proclamada de construir un verdadero Estado por quienes eran hasta hace poco un pequeño grupo salafista-yihadista entre muchos otros.

Con la increíble rapidez de su expansión territorial y la guerra declarada contra todos los regímenes de la región y los poderes «infieles», el fenómeno adquirió una dimensión global. La crisis de los Estados como consecuencia de la «primavera árabe» y de la ocupación estadounidense de Iraq es también una crisis de las autoridades tradicionales sunnitas asociadas a estos Estados. Su desintegración, en un contexto de crisis de su legitimidad religiosa, dejó un vacío que el EI supo explotar.

Aturdidos por los crímenes y masacres espeluznantes puestos en escena por el EI, los países occidentales han promovido precipitadamente una amplia coalición militar a la que se adhirieron todos los Estados árabes que se sienten amenazados (Jordania, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Bahrein y Qatar). Sin embargo, la mayor debilidad de esta coalición anti-EI es la falta de un proyecto político para una región en plena reconfiguración. Parece claro que, por sí misma, ninguna fuerza militar podrá doblegar a un enemigo determinado y con recursos significativos.

De poco sirve demonizar el EI si uno no trata de entender en qué se funda su rápido éxito y cómo se explica que las potencias occidentales hayan caído en la trampa tendida por los yihadistas para implicarlos en un conflicto generalizado. Para ello hay que volver a estudiar la historia de la región, y no solo el tiempo breve –o sea, la ocupación estadounidense de Iraq y el estallido de la «primavera árabe»–, sino también la larga duración –o sea, la génesis de los Estados árabes creados bajo la dominación colonial británica y francesa–. Lo que se desenvuelve ante nuestros ojos es un desmoronamiento completo del orden imperante en Oriente Medio desde hace casi un siglo, efecto directo de un resurgimiento brutal –y sin embargo previsible– de la Historia.

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