En la siguiente edición de la revista Transversales (número 19) se publicará un artículo del compañero Jose Luis Carretero, miembro de ICEA, que habla de la presente reforma laboral, en un contexto de crisis social, política y económica, como herramienta para perpetuar las diferencias entre las clases sociales, siempre en detrimento de la clase trabajadora.
En los últimos tiempos, la crisis del sistema capitalista en que nos hallamos ha adquirido algunas de sus más feroces características. Se trata, como han indicado autores como Jorge Beinstein e Immanuel Wallerstein, de una crisis múltiple y global, antesala de una enorme bifurcación civilizatoria, donde se dan cita imparables convulsiones económicas, financieras, políticas, culturales y geoestratégicas.
Así, la crisis financiera generada por la tremenda huida hacia delante de un capitalismo incapaz de recuperar sus tasas de rentabilidad en las actividades productivas, ha derivado, progresivamente, en una crisis de la economía real y, finalmente, en una crisis fiscal sin precedentes.
Encaramos un enorme torbellino de la deuda pública, alimentado de manera exponencial por el regalo multimillonario realizado a los grandes inversores por parte de los gobiernos occidentales el año pasado. Básicamente, nos prestan a un tipo de interés superior a lo que les dimos hace un año a un precio ínfimo. Y el resultado final, dado que se han empeñado en cobrar una deuda a todas luces imposible de pagar, va a ser una cadena de ajustes sociales de una dureza tremenda, por lo que serán las clases trabajadoras europeas las que financien la debacle generalizada del modo de producción capitalista. Unos ajustes que no son más que la versión acelerada y expandida de las mismas políticas neoliberales que, en su acumulación en los últimos decenios, han llevado a la situación actual.
Mediante ese marco de políticas se trataba de recuperar la tasa de rentabilidad en la producción, irremediablemente perdida al haberse alcanzado el punto donde las fuerzas productivas habían superado sobradamente la demanda solvente generada por unas relaciones sociales sustentadas en la desigualdad y la miseria de la mayor parte de la población mundial. Ese marco del que hablamos, tentativamente, podría resumirse en tres dinámicas implementadas con tesón en los últimos decenios: la financiarización de la economía, la desposesión de los activos públicos y la descentralización productiva.
La financiarización como búsqueda desesperada de nuevos mecanismos de acumulación con una rentabilidad superior a la de las actividades productivas. Mecanismos que, por otra parte, se han mostrado puramente virtuales y efímeros, construidos como estaban sobre la especulación y el uso masivo de un crédito expandido mucho más allá de lo prudente.
La acumulación por desposesión (como la ha definido David Harvey), o el hecho de expropiar a lo público de sectores enteros de actividad que han sido entregados al mercado para su valorización como fuentes de plusvalor privado. Una dinámica que se ha multiplicado, incluso, durante la propia crisis, en medio de la cual las llamadas a la privatización de la Sanidad, la Educación o las prestaciones de la Seguridad Social, se hacen cada vez más insistentes.
Y, además, la descentralización productiva, el germen de todas las reformas laborales. Una acelerada mutación en las formas de organización y movilización del trabajo, capaz de producir un acrecentamiento de los mecanismos de explotación en las cadenas de valor empresariales.
Las modificaciones introducidas en el mundo del trabajo postmoderno, reforma laboral tras reforma laboral, han buscado y producido la desarticulación de la estructura vital clásica del sujeto proletario. De una biografía tipo basculando en torno a un empleo para toda la vida, con reglas claras y una presencia sindical fuerte, que permitía obtener un salario suficiente para alimentar a la familia obrera, se ha pasado a la generación de un submundo (en trazas de volverse mayoritario al hilo de los ajustes operados en el marco de la crisis fiscal, y solicitados y bendecidos por el FMI) pletórico de precariedad, donde la rotación acelerada entre distintos puestos de trabajo, o entre el trabajo y el paro, las reglas lábiles o inexistentes, los incumplimientos generalizados de la normativa laboral, la ausencia de todo contrapoder sindical, los salarios inhábiles para abandonar la pobreza y la fluidez máxima de las relaciones productivas, son una norma cotidiana.
Ese escenario ha sido edificado provocando la transformación directa de la normativa laboral (conformada en torno a la idea de que el Derecho del Trabajo, precisamente, había sido construido como un mecanismo de ayuda a la parte más débil de la relación, esto es, al trabajador) en un ordenamiento laxo centrado en el “empleo”. Generar “empleo”, no importa cuál y cómo, se convierte en la excusa utilizada con preferencia para operar este cambio bajo la dirección de unos laboratorios gerenciales que buscan posibilitar una explotación acrecentada e inducir a la sumisión al elemento operario.
Así, la “reforma laboral” perenne se vuelve un cantinela reiterativa, mediante la que se van operando transformaciones esenciales de áreas enteras de la legislación, desregulando espacios, conformando lagunas legales conscientemente buscadas o generando figuras jurídicas novedosas.
Por ello se produce, por ejemplo, la explosión (y consiguiente reescritura de la ley) de los mecanismos de subcontratación y descomposición de las cadenas de valor en distintos ámbitos empresariales fragmentados (con el uso, también, de los mecanismos de diseño de los grupos de empresas o de la “empresa flexible”), lo que permite, entre otras cosas, aplicar convenios colectivos distintos a actividades que están en el interior de la misma cadena, como las de los operarios de la línea de montaje de una fábrica (a los que se les aplicaría el convenio de la fábrica) y los limpiadores de la misma (a los que se les aplicaría el convenio de limpieza o el de la contrata). Este movimiento, además, es acompañado de interpretaciones judiciales que permiten su profundización y máximo desarrollo, como la reiterada jurisprudencia que admite el uso del contrato de obra y servicio (un contrato temporal) para el desempeño de las labores genéricas de una contrata acotada en el tiempo; o la que, en abierta contradicción con la anterior, considera como un único contrato de obra el trabajar en varios periodos de contrata sucesivos, impidiendo acceder a la fijeza al no poder aplicarse las reglas de encadenamiento de los contratos.
Pero, por supuesto, hay más mecanismos: si puedo subcontratar actividades de mi cadena de valor, ¿por qué no puedo hacerlo también con los propios trabajadores, con la plantilla? Así, se legaliza el prestamismo laboral en la forma específica de las Empresas de Trabajo Temporal (ETTs), dedicadas a ceder trabajadores a otra empresa para que ésta los utilice en su propia actividad, lo que le permite a la empresa usuaria eludir determinadas responsabilidades y establecer mecanismos nebulosos de reparto de competencias con la ETT (por ejemplo, en lo referente a la prevención de riesgos laborales) de difícil aprehensión por el trabajador afectado. Una dinámica que se encuentra, además, en una fuerte dinámica expansiva en la actualidad dado que, al hilo de la llamada flexiguridad, la Comisión Europea ha aprobado una Directiva que insta a los estados miembros de la Unión a indicar si las prohibiciones existentes en su legislación al uso de ETTs (por ejemplo, en la construcción, la agricultura o la administración pública) están realmente justificadas. Lo que, obviamente, se interpreta como que las mismas no lo están y han de ser abolidas.
Pero el movimiento puede ser llevado más lejos: si puedo subcontratar todo, hasta la propia plantilla, ¿por qué no puedo huir pura y simplemente del Derecho del Trabajo? Contratar gente que no sean “trabajadores”, que no esté amparada por el ordenamiento laboral. Así, el Capital se vuelve sobre las “zonas grises” o de frontera entre el Derecho Laboral y otros ordenamientos jurídicos. Es la hora de la expansión de las becas, los “falsos autónomos”, el trabajo migrante irregular, etc. La tentativa de regulación de esta maraña de figuras consiste básicamente en volverlas legales en una forma un poco más suave, como demuestra palmariamente la conformación legal del “autónomo económicamente dependiente” en el Estatuto del Trabajo Autónomo de 2007. Una figura a caballo entre el Derecho del Trabajo (que regula la actividad del trabajador por cuenta ajena) y el Civil (que regula al trabajador por cuenta propia), diseñada para legalizar personal que, siendo formalmente autónomo, tiene sin embargo una dependencia clara respecto de un único empleador (cuantificada en la ley en, al menos, el 75% de la facturación anual con él). Supuestos emprendedores que no son tales, sino que conforman un eslabón más en una cadena de valor ajena que predetermina sus condiciones de trabajo y de vida.
Y todo ello aderezado, por supuesto, con la salmodia repetitiva de la idea que constituye el mantra de toda literatura gerencial que se precie y de todas las reformas laborales: la flexibilidad.
La flexibilidad como alfa y omega, como deseo nunca satisfecho del todo. La flexibilidad, incluso, en su forma postmoderna: la llamada flexiguridad o flexiseguridad. La flexibilidad como dinámica generalizada y sin fin.
Flexibilidad externa (de entrada y salida en la relación laboral), en la forma de ensayo de nuevos tipos de contratación, siempre con el consiguiente desvalor de los derechos del trabajador (contrato anticrisis, contrato único, contrato para PYMEs, contrato a tiempo parcial para la conciliación, contrato a tiempo parcial para los poros laborales… ¿qué nos deparará el futuro ante este festín de la imaginación y la fantasía gerencial?); o en la forma de una mayor facilidad para el despido, transformado ya por la jurisprudencia en despido libre, pero que se quiere también gratuito, dado que se afirma torticeramente que una indemnización de 45 días por año es demasiado elevada. Y decimos torticeramente, porque lo que se oculta a la población (como ha puesto de manifiesto Antonio Baylos) es que los 45 días sólo se pagan en caso de despido improcedente, es decir, mal hecho, sin causa. El que se hace sin demostrar la razón para despedir o sin cumplir (en el caso del despido disciplinario) las formalidades legales. Despido ilegal que también se quiere gratuito o pagado por el Estado.
Flexibilizar, en todo caso, para separar mejor. Pues no otra es la estrategia diseñada: un proceso de segmentación y separación forzosa del colectivo proletario, de manera que se vuelva inhábil para defender sus propios intereses, fragmentados en un sin fin de situaciones formalmente diferentes.
Pero los ajustes, ahora bendecidos por el FMI, la Comisión Europea, la OCDE, el Banco Mundial y toda la cohorte de máquinas de empobrecer a las poblaciones que el mundo occidental tanto ha usado contra los países de la periferia, avanzan, con la rebaja de sueldo de los empleados públicos y la congelación de las pensiones, con la inminente y enésima reforma laboral (tan bien definida por Gaspar Fuster como “la reforma de Darwin”, por su potencial elitista). La actual coyuntura dibuja el escenario de una gigantesca tentativa de retrotraer la sociedad europea a su situación de hace dos siglos: unas masas empobrecidas, desorganizadas e ignorantes, dirigidas y explotadas por una oligarquía cerrada de elementos adictos a la corrupción y el despilfarro.
Sin una fuerte recomposición de las fuerzas y el universo proletarios, esa dinámica será imparable. Sin recuperar la “sociabilidad densa” y la voluntad unitaria de los pioneros del movimiento obrero europeo, toda resistencia será imposible. Se trata de superar los dogmas, abrir las “capillitas”, esculpir movimiento.
Los próximos años serán decisivos. La Historia ha dejado en nuestras manos un mundo convulso y al borde de la implosión. De nosotros depende la arquitectura del futuro y la construcción de un mundo habitable.
Mayo, 2010