Fetichismo, pseudo-ecologismo y dinero

 

Entre los múltiples discursos que, hoy en día, florecen en el mundo alternativo y antagonista, no podemos perder de vista aquellos que, de una manera u otra, ponen la centralidad de lo que sucede, de los devenires de un mundo cada vez más irracional y caótico, en cosas como la energía (los combustibles fósiles) o lo financiero (concretamente, en el dinero  en sus distintas formulaciones).

 

No negaremos virtualidad a esos discursos: la realidad de la crisis ecológica y del cuello de botella energético, así como del brutal proceso de financiarización de la economía desplegado en las últimas décadas, no pueden desconocerse. Dinero “fiat”, pico del petróleo, reserva fraccionaria y amalgama inescindible entre banca de inversión y banca comercial son ejes centrales de nuestro tiempo. Los derivados lo inundan todo, y la titulización de activos permite la expansión exponencial de las burbujas; el acceso a los recursos fósiles impregna poderosamente las apuestas geopolíticas esenciales y está, también, en el corazón de la crisis civilizatoria que encaramos.

Pero, pese al enorme interés de muchas de estas aproximaciones, pensamos que todo ello tiene un origen más profundo que, en algunas, que no en todas,  de estas narrativas acaba desapareciendo de la escena y el análisis, así como de la delineación de las posibles alternativas: la explotación humana.

Que se nos entienda bien: no queremos con esto decir que el crecimiento ilimitado carezca de virtualidad o importancia central en el presente; o que no sea oportuna la experimentación con monedas sociales o con formas de criptomoneda funcionales a las necesidades de los movimientos sociales. Lo que queremos decir es que no cabe, en modo alguno y pese a lo que se acaba asumiendo en muchos ambientes, un decrecimiento sostenible en el marco del proceso de acumulación del Capital ni una forma monetaria que no acabe siendo “puesta a trabajar” para la especulación mercantil (aun manteniendo su funcionalidad ambivalente y, por tanto, siendo útil para determinadas cosas), en el contexto de la explotación humana.

En muchos de los discursos a los que nos referimos el colapso ecológico o la deriva financiera acaban convirtiéndose en un dato inconmovible de la realidad. En algo objetivo que no puede ser alcanzado por la actuación humana en modo alguno. Así, “prepararse para el colapso” comporta hacer las cuentas sobre la totalidad de cosas de nuestra vida actual que no podremos mantener en un futuro, pues, al fin y al cabo, para algunos, no existe otra forma de vida (o de abundancia) posible más que la nuestra, la de los juguetes mercantiles. Las  necesidades humanas, trascendentes y a-históricas,  parece decirse, son las que este modo de producción ha ido solventando, y en otra sociedad no capitalista y no industrial no podremos sentir más que una “gran falta”. Pero lo más preocupante es cuando algunos sectores  hablan también  de adaptación al pico de los combustibles fósiles desde la narrativa de los “ajustes” que deberemos hacer “todos”, sin atención alguna  a la realidad de la desigualdad de fondo, a nivel de clase, y de la arquitectura global de un sistema atravesado por múltiples segmentaciones.

No pudiendo imaginar más vida que la nuestra, nos vemos atravesados por la imposibilidad de mantenerla, en vez de atisbar la oportunidad real de “superarla” en la forma de una sociedad más vivible, en la que la sostenibilidad se fundamente, precisamente, en la emancipación de los trabajadores y las trabajadoras de sus ataduras con el proceso de acumulación siempre creciente del Capital y con un pasado de opresiones.

En su libro “Nuestro Marx”, Néstor Kohan define el fetichismo, como una categoría central de análisis respecto al mundo del Capital:

“El fetichismo consiste en un proceso social e histórico según el cual se acepta que existe algo “afuera” (de la historia) que no tiene ningún vínculo con el “adentro” (de la historia). El fetichismo implica un dualismo radical, una escisión tajante entre el objeto y el sujeto. Habría un objeto radicalmente externo (categorías y leyes económicas) que no tiene ningún vínculo con los sujetos sociales y sus relaciones recíprocas (relaciones de lucha, de poder y de enfrentamiento, es decir, relaciones atravesadas –según la teoría marxista de la historia- por la lucha de clases)”.

En este proceso en el que el “fetiche” se autonomiza de su creador:

“Los objetos adquieren vida propia, se personifican y se transforman en “sujetos”. A su vez, las relaciones entre los seres humanos, los sujetos verdaderos, adquieren autonomía e independencia frente a ellos transformándose en “cosas”(…) Los sujetos se vuelven objetos y los objetos se transforman en sujetos.”

Pero este proceso de personificación del objeto y reificación del sujeto: “No está recluido en ningún insondable pliegue metafísico al interior del “corazón del hombre” ni responde a ninguna “esencia perdida”. Tiene una explicación estrictamente social e histórica”.

Esta es la clave que permite entender la insuficiencia transformadora de determinados discursos que colocan en la posición de sujetos sociales a realidades materiales como la mercancía dinero o la mercancía energía, mientras reifican totalmente a los sujetos que las producen como mercancías, negándoles toda sustantividad efectiva. En estas narraciones la energía o el dinero “cobran vida”, se “embarazan”, de repente poseen “alma y automovimiento”, mientras las personas reales son objetos ahistóricos que no pueden tener más necesidades, reacciones o anhelos que los que expresan ahora mismo atados a las cadenas del capital. El dinero “nace, cambia, crece y se reproduce”, mientras los seres humanos que lo producen como equivalente general de todas las mercancías, sólo “son siempre los mismos”, “juguetes de las fuerzas económicas esenciales a las que sólo pueden adaptarse”.

La explotación desaparece del discurso, y así cabe “imaginar” un decrecimiento capitalista (“la emancipación humana no es posible, pero sí adaptar las fuerzas económicas a un consumo menor de energía”) o una forma de dinero que libere, sin intervenir sobre el núcleo de la relación de explotación Capital-Trabajo, a la Humanidad.

La realidad de estos discursos, que nada tienen que ver, en lo profundo, con el ecologismo consecuentemente anticapitalista de gente como Carlos Taibo, o con la experimentación monetaria asociada a las necesidades de los movimientos sociales que se da en ámbitos como los de los Mercados Sociales o las Cooperativas Integrales, es la de un cántico a los “imprescindibles” reajustes necesarios para intentar salvar al Capital de sus contradicciones ecológicas y financieras, haciendo asumir a las poblaciones, y más concretamente a los trabajadores, que “no es el momento de exigencias”, sino de “contribuir todos” a la supervivencia degradada del mundo social que conocemos.

Así, por ejemplo, las interminables discusiones sobre la “Tasa de Retorno Energético” mínima para sostener una sociedad, pretenden muchas veces desconocer que la nuestra no  es la  única sociedad factible ni su proceso básico de extracción del plusvalor (que tiñe poderosamente la amplitud de sus necesidades energéticas en un sistema basado en la competencia salvaje entre los individuos y la explotación de unas personas por otras, en el que “quien crece gana”) la única posibilidad pensable para la convivencia. Y que, realmente, subsistente el capitalismo no hay más alternativa que el colapso caótico.

El corazón de nuestro mundo social no está afincado en la escasez de la mercancía energía, ni en la reproductibilidad exponencial de la mercancía dinero mediante el crédito y la titulización, por muy importantes que sean estos procesos. El problema real, la dinámica esencial que ha terminado por desatar esos procesos anteriormente citados, es la realidad del trabajo enajenado, que necesita esa cantidad irracional de energía y de apuntes contables-moneda para reproducirse de manera ampliada. Y todo ese proceso continuará mientras exista, en el mercado, la mercancía fuerza de trabajo, es decir, el trabajo asalariado.

Esto pone sobre la mesa la radical importancia de algo que estos discursos tratan muchas veces de adormecer: la lucha de clases. Volvamos a Kohan, para entender que: “El fetichismo se renueva, no es acabado, se convierte en un proceso de fetichización reiterado y reproducido (…)Todos estos procesos están abiertos a la disputa, al “tironeo”, a la “paleada”, y a una relación de poder y de fuerzas entre las clases sociales que se renueva periódicamente y en escalas cada vez más ampliadas. (…) Periódicamente, cotidianamente, el capital debe luchar y confrontar para  reproducirse y transformar el trabajo vivo en algo muerto y cristalizado, algo sólido y petrificado,las relaciones interhumanas vivas en relaciones cosificadas, las necesidades humanas en demandas mercantiles (de valor y de dinero).”

Es en marco de esa confrontación en el que las necesidades humanas se terminan entendiendo necesariamente, por ciertos discursos, como la necesidad de acumulación de mercancías y no de una vida más amplia, rica y creativa. Es ahí donde se pierde vista que, lejos de debatir democráticamente para qué podemos usar la energía disponible desde un punto de vista material (lo que pondría sobre la mesa la necesidad de poner en cuestión la existencia misma del trabajo enajenado) lo que hacen muchos discursos pseudo-ecologistas es presentar a la mercancía energía como algo vivo que puede morir, y a las necesidades humanas de la sociedad mercantil como un dato objetivo y cosificado (lo que envía la discusión al debate sobre la necesidad de “todos” de “apretarse el cinturón”).

El éxito en nuestros medios de estos discursos pretendidamente novedosos y, sobre todo, supuestamente liberadores, está basado, en definitiva, en el trabajo disruptor del pensamiento antisistémico efectuado por la brutal derrota cultural post-68, y por su total abandono del discurso de clase. Si ya “no existe” clase trabajadora, ya no existe explotación, sino múltiples opresiones, ni tampoco existe horizonte de emancipación del trabajo asalariado que, tozudamente (y pese a todas sus transformaciones objetivas y reales en las últimas décadas) sigue siendo el corazón de la experiencia vital de la mayoría de la población global. Así, sólo cabe plantearse nuestra posición social en la forma de unidades de consumo todas igualmente responsables de la deriva caótica de la formación social en que vivimos y, por tanto, todas empujadas (aunque no igualmente) a seguir trabajando de manera enajenada en una situación de miseria (no sólo en términos de acceso a mercancías materiales) progresivamente acrecentada.

Desvelar radicalmente el proceso de fetichización que nos hace vulnerables a estas tesis del “Capitalismo sostenible” y de la “financiarización buena” precisa de la recuperación de la idea de que la abolición del salario y la gestión autogestionaria y colectiva de la infraestructura económica, son las únicas salidas que puede hacer factibles y expresables las necesidades humanas que el Capital ha dejado fuera de foco, permitiendo superar el fantasma del “Gran Colapso”. Sólo desde la propiedad colectiva y democrática de los medios de producción, y desde procesos asamblearios y participativos de toma de decisiones sociales, puede generarse el tipo de ser humano capaz de ser sujeto activo y consciente y de tratar a sus producciones como objetos, racionalizando la producción y haciéndola funcional a unas necesidades humanas muy alejadas a las ordenadas por el mundo de la mercancía y el plusvalor, como las de cuidado, afinidad, afectividad, cultura o juego.

Pero, para llegar a ese punto, recordemos, con Néstor Kohan que: “La lucha y el enfrentamiento contra los enemigos, así como la iniciativa política y la influencia sobre los potenciales aliados, jamás se generan de forma automática, sin intervención subjetiva, sin conciencia política. Esta última presupone a su vez toda una experiencia histórica sedimentada y toda una serie de recuperaciones de la tradición acumulada por las generaciones anteriores (hayan ganado o perdido la lucha previa)”.

Procesos de construcción de conciencia política y de reapropiación (problematizada pero real) de la tradición revolucionaria previa que en nuestro país están todavía por hacer.

Por José Luis Carretero Miramar en DiagonalPeriodico