Por Branko Milanovic. Traducido por Endika Alabort Amundarain
Cuando ayer reseñé el excelente nuevo libro de Fritz Bartel “The Triumph of Broken Promises” , donde describe cómo los gobiernos, tanto en Occidente como en Oriente, a finales de los 70 y principios de los 80 tuvieron que romper las promesas tácitas (de crecimiento económico y estado de bienestar) con sus ciudadanos, él habla de “disciplinar el trabajo”. En un contexto capitalista, está claro lo que significa: reducir el poder de los sindicatos, flexibilizar el mercado de trabajo (es decir, facilitar el despido), reducir la duración y la cuantía de las prestaciones por desempleo, etc. Casi todo el mundo lo entiende.
Pero algunas personas me escribieron: no entendían lo que significaba “disciplinar el trabajo” en el contexto de Europa del Este (y probablemente soviético) en aquellos años. Para entender lo que significaba, hay que empezar por la posición del trabajo en las sociedades socialistas. En esas sociedades, y en esos años (porque era diferente bajo el estalinismo más duro), los trabajadores eran vistos como la clase “privilegiada” en teoría. Aunque no tenían una distribución de ingresos elevada, se beneficiaban de muchas políticas igualitarias, y son ellos, y su posición, los que proporcionaban la legitimidad al gobierno del partido comunista. Como ese gobierno no podía legitimarse a través de las elecciones, tuvo que ser legitimado a través de la afirmación de que aseguraba la “dictadura del proletariado”, es decir, hacía de los trabajadores, y no de los capitalistas, la clase dominante. Obviamente, en realidad no eran la clase dominante: lo eran el partido y la burocracia gubernamental, pero la afirmación ideológica de “la dictadura del proletariado” no podía ignorarse abiertamente y significaba que existía un contrato social especial entre el poder y la clase obrera.
El contacto incluía los siguientes puntos: (1) baja intensidad de esfuerzo laboral, (2) empleo garantizado, (3) bajas diferencias salariales entre trabajadores cualificados y no cualificados, (4) relaciones de planta menos jerarquizadas que en el capitalismo, (5) beneficios sociales vinculados al empleo.
Lo más importante es darse cuenta de que el esfuerzo laboral era mucho menor, y el número de horas de trabajo efectivo probablemente incluso menor que en una empresa equivalente gestionada por los capitalistas. Esto se debe a varias razones. Las empresas socialistas estaban organizadas de forma mucho menos eficiente. No había verdaderos propietarios que se preocuparan por la rentabilidad y, en consecuencia, tampoco les importaba si la mano de obra se empleaba ocho horas al día o cuatro. Además, el sistema general era menos eficiente: a menudo las materias primas no aparecían a tiempo y no había trabajo que hacer. Además, había un exceso de mano de obra en las empresas, contratada sólo en caso de que la necesitaran para cumplir con la cuota (o, como en Yugoslavia, que no era una economía planificada, sólo para contratar a familiares y amigos). Se animaba a las empresas a aumentar las contrataciones porque los políticos locales temían el desempleo en su zona y bajo su mandato. Querían que las empresas contrataran a tanta gente como fuera posible, independientemente de si tenía sentido económico o no (la suave restricción presupuestaria se encargará de todo esto de alguna manera: alguien pagará). Por último, se perdían horas y horas en reuniones políticas o, como en Yugoslavia, en interminables discusiones de asambleas o consejos de trabajadores.
Todas estas cosas combinadas significaban para un trabajador individual que efectivamente trabajaba mucho menos que en una empresa capitalista correspondiente: la intensidad del trabajo era menor, la duración del trabajo era menor, la inactividad era mucho mayor. La posición del trabajador en el taller era más fuerte que en una empresa capitalista equivalente porque era casi imposible despedirlo. Así que, era más poderoso y trabajaba menos.
Llega la necesidad de la reforma. "”Romper las promesas” en el socialismo significaba principalmente disciplinar a los trabajadores en tres dimensiones: hacerlos trabajar más, reducir sus poderes en el taller y permitir (tímidamente) la posibilidad de despido. Como habrá notado un lector atento, disciplinar a los trabajadores tenía que ver sobre todo con los elementos “internos"” de la organización del taller, y con el establecimiento de normas y jerarquías más estrictas, y no con los elementos “externos” habituales en el capitalismo (cuantía del subsidio de desempleo, etc.).
Recuerdo haber observado claramente estas diferencias durante los años en que, para complementar mis ingresos de estudiante, trabajé con los sindicatos yugoslavos. Tenían relaciones muy estrechas con los sindicatos franceses (la CFDT, en particular) y yo los conocía bien. Cuando los sindicatos franceses visitaban Yugoslavia, los llevaban a la dirección de la empresa y a la planta para charlar con los trabajadores. Cuando los sindicatos yugoslavos iban a Francia, se reunían en las oficinas sindicales (muy bonitas, por cierto), pero nunca se reunían con la dirección (obviamente la dirección nos ignoraba), ni se les permitía entrar en la planta. La organización interna del trabajo era totalmente “competencia” de los capitalistas y de los directivos. Por supuesto, los sindicatos podían ser consultados, o podían hacer huelga, pero las normas de organización del trabajo, el ritmo de trabajo, la jerarquía dentro de la empresa no eran objeto (o lo eran raramente) de negociaciones.
Es precisamente esa organización jerárquica del trabajo la que los tecnócratas, o reformistas, del socialismo querían establecer para que el sistema fuera más eficaz. En consecuencia, tuvieron que luchar contra los derechos adquiridos de los trabajadores. Esto era ideológicamente difícil porque los trabajadores eran la “clase dominante”. Si son la clase dominante, ¿cómo -y con qué propósito- se les puede obligar a trabajar más, a ser menos consultados e incluso a enfrentarse al desempleo?
Esta era la eterna batalla entre los tecnócratas, a menudo directores de empresa, y la clase trabajadora. Cada vez que llegaba una crisis, los tecnócratas se imponían. Hacían incursiones temporales, pero eran desbaratadas y rechazadas por una coalición de burócratas en el partido y de trabajadores. Era una batalla que, por razones ideológicas, era imposible de ganar por los tecnócratas. “Disciplinar a los trabajadores” fue, por tanto, mucho más difícil en Europa del Este en los años 70 que en Occidente, y especialmente en Estados Unidos, donde el poder de los trabajadores (y la ideología que legitima ese poder) siempre fue débil.